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Zidane se ha ido del Madrid.
Del mismo modo que Ilsa se va de Casablanca
dejando solo a Rick en la ciudad. Porque hay una certeza respecto al amor y al
club blanco: si dudas, vete. Lo experimentó Xabi Alonso hace cuatro años y su
despedida la definió en este diario: “Hay que irse de los sitios cuando aún te
pueden echar de menos”. En el Madrid sólo hay algo más valioso y difícil que la
Copa de Europa: marcharse sin que nadie quiera que te vayas, sin nadie que te
eche. Poca gente comprende que es un club en el que no se puede dudar, de ahí
que Zidane dijese que no sabía si seguirían ganando, o más bien que con él al
frente no seguirían ganando. Cuando uno no sabe qué hacer, debe irse. Por más
dolor que deje y por más dolor que tenga. Rick se lo dice al amor de su vida.
Si no se va, se arrepentirá: “Tal vez no hoy. Tal vez no mañana, pero pronto y
para el resto de tus días”.
Es bastante probable que, si Zidane se
quedase, al primer empate en el Bernabéu en octubre muchos no le recordasen
como el entrenador de las tres Champions consecutivas y sí como un alineador
sin suerte. Hay que irse, sí. Hay gente a la que sólo se educa dejándola sola.
Zidane deja un agujero sentimental en la afición pero algo más grande en el
vestuario: un hueco que cubrir con la delicadeza con que se desactiva una bomba
atómica. Se acerca una época difícil: pronto habrá que hacer descansar a gente
que nunca había descansado.
A Zinedine Zidane nunca le importó demasiado el
dinero. Que no se entienda mal. Es un profesional y, por lo tanto, exige
una remuneración por sus servicios. Pero no
le hace falta dinero para vivir, ni a él ni a su familia.
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